La montaña mágica

Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones.

La montaña mágica es uno de esos libros a los que vuelvo cada dos años más o menos y me pareció que hoy era un día tan bueno como cualquier otro para abrirlo de nuevo. George Romero, lo primero que me viene a la mente cuando pienso en esta novela es George Romero y sus muertos vivientes (en esa maravillosa película fundacional no se pronuncia la palabra «zombi»). Thomas Mann ideó un sanatorio a mil millones de metros de altura por debajo de la tierra, y allí un puñado de adictos a la no-vida devoran pasteles y tiempo y el alma de Hans Castorp está en juego… creo que nunca he leído nada que sea tan aburrido y fascinante a la vez. Una vez vi una familia de zombis. En un restaurante de montaña. Uno de esos sitios de ambiente casero en el que cada ración de comida parece destinada a alimentar un regimiento, la conversación había degenerado hasta el vicioso campo de la crítica descarnada hacia los compañeros de trabajo ausentes, un repugnante hábito muy común entre gente educada y culta, y entonces J. dijo:

«¿Os habéis fijado?, no han dicho ni una palabra desde que han llegado» señaló detrás mío, me giré con algo de disimulo y allí estaba la familia al completo: un matrimonio con un crío pequeño y otro bebé en un cochecito, algunos ancianos que serían padres o tíos o algo así. Y J. tenia razón: no hablaban. Me quedé mirándolos de un modo cada vez más descarado, las fuentes de carne y las botellas de vino pasaban de un lado a otro, el crío era cogido en brazos de algún pariente para que se distrajera y todo en el mutismo más absoluto. Y un cuadro fascinante empezó a cobrar vida, imaginé que diminutas manos humanas y cráneos rasurados rebosaban en sus grasientos platos, imaginé un coágulo de sangre en cada inmaculada esquina de las servilletas vi a esa familia devorar todas y cada una de las falanges de sus dedos sin mirarse a los ojos, ni hablarse y la carne en mi plato se enfrió. El niño cambiaba de regazo como la botella de gaseosa cambiaba de ubicación en la mesa sin que ningún gesto se alterase más allá de lo estrictamente necesario para masticar y deglutir los tendones y cartílagos que se resistían obcecados a ser triturados por molares impasibles. Pagaron y se fueron. Nunca sabré si en verdad no tenían nada que decirse.

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