Cobarde. Gallina. Capitán de la sardina. Nunca se sentía tan solo como en el ring. Y supo que perdería otra vez cuando encogió, como siempre, los dedos de los pies. Aborrecía ese tic involuntario inevitable. Sonaba la campana, se levantaba y allí estaban sus putos dedos de los pies encogiéndose un segundo, retrocediendo hacia el rincón hacia el entrenador avergonzado, sus putos dedos de los pies avanzando hacia una nueva derrota.
Sus putos dedos cobardes gallinas capitán de la sardina. R. tenía clase, siempre la había tenido, a los diecisiete pegaba ya como un hombre hecho de treinta, y ahora, con treinta y cuatro, movía todavía sus setenta y siete quilos con la gracia y rapidez de un chaval de veintipocos. Se movía con elegancia y plasticidad, tenía fondo, piernas y técnica. Pero se cagaba en el ring.
Entrenaba dos veces al día: por las mañanas, antes de ir a la fábrica, carrera continua, estiramientos, algo de sombra… con suavidad y soltura, desperezando el cuerpo con cariño. Y al salir de la fábrica al gimnasio con el señor Miguel. Conocía las superficies de los sacos de pegada mucho mejor que la piel de su propia esposa. Se cuidaba, joder si se cuidaba… no probaba la grasa de un bistec desde los quince. Y el día del combate no le salía nada. Frenaba al rival con su izquierda veloz como una mala noticia, sus pies de bailarina lo mantenían en el ángulo exacto siempre fuera de alcance. Jab, paso, jab paso, jab jab, paso paso. Pero nadie baila eternamente, y tras la izquierda estilete la derecha salía con miedo, y el preciso paso lateral titubeaba cuando debía ser un paso adelante. Y el control del combate, en lugar de convertirse en dominio, se convertía en cansancio y R. esquivaba con precisión, retrocedía, se cubría acababa contra las cuerdas. E incluso allí bajo la lluvia de golpes tenía tiempo de ver el hueco en la defensa rival, la puerta de entrada para un buen gancho desde abajo que surgía lastrado por la duda y el miedo, que impactaba con la poca convicción de una excusa barata.
Cobarde. Gallina. Capitán de la sardina. Al poco de empezar, como amateur, el señor Miguel se mostró paciente: tranquilo chaval, ese miedo pasará. Dos años y algunos combates perdidos después decidieron probar con la coca. Y R., que jamás había probado una cerveza, R., cuyo sueño era llegar a boxeador profesional, se metió su primera raya de coca tres semanas después de cumplir los veinte. Se sintió de puta madre. Pasó por encima del rival y ganó a los puntos por decisión unánime. La vez siguiente fue mucho mejor: su primera victoria por KO. La tercera vez perdió a los puntos: le quitaron el primer asalto por un cabezazo claro y el tercero por un golpe bajo. Y el día que golpeó al árbitro tras una amonestación decidió que nunca más perdería el control.
Tras aquella agresión le retiraron la licencia federativa durante veinte meses, y cuando volvió al ring, otra vez limpio, todo seguía igual.
Cobarde. Gallina. Capitán de la sardina. Nunca se sentía tan solo como en el ring. Y avanzó hacia el combate disfrazado de hombre valiente y miró por casualidad al entrenador rival y vio en su expresión la misma expresión que tantas veces había visto en el señor Miguel. Y miró de verdad por primera vez a su rival, y lo descubrió lejanamente joven, como él había sido en otros mundos, y en el puño de su adversario advirtió el peso de quien tiene algo que perder. Y supo las cosas que sólo saben las mandíbulas golpeadas: supo que jamás dejaría la fábrica por propia voluntad, que nada podía hacer por recuperar el respeto de su esposa y que si alguna vez tenía hijos, llegaría a ver en ellos el reflejo de su propio fracaso. Jab, paso, jab paso, jab amago abajo derecha a las costillas, la izquierda busca el hígado. Supo las cosas que sólo saben las mandíbulas golpeadas: que madrugar es para perdedores, que el encargado no era el encargado porque fuese mejor que él, sino que era mejor que él porque era el encargado, supo que en el dinero está la verdad. Izquierda derecha, izquierda derecha, los directos explotan en la cara del muchacho. Y supo las cosas que sólo saben las mandíbulas golpeadas: que pronto miraría atrás y todos sus días le parecerían un único día monstruoso y monótono, que la lotería siempre toca a gente que sólo existe en las noticias, supo que jamás saldría con vida de la vida.
Jab avanza ofrece un hueco y el chaval pica, lanza un directo aturdido, y R. esquiva fácil dando un paso gancho de izquierda al pómulo, derecha a la mandíbula. Entra por dentro y por fuera cambia las alturas, golpear moverse entrar salir, repasa el manual entero, da una lección de boxeo. El combate era a seis asaltos. Y en el quinto el chico cae al mismo tiempo que el árbitro se mete entre los púgiles, el chico cae con la cara machacada y el cráneo agrietado, sus piernas se agitan con espasmos eléctricos mientras el médico salta al ring. R. contempla las máscaras de pánico que le rodean. En el recinto reina ese silencio respetuoso que siempre surge ante la muerte. Y R., exultante, chorreando sangre ajena y sudor, levanta los puños victorioso.